Hablar en la cama

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Hablar no sólo es una actividad muy recomendable sino que, en función de los complementos circunstanciales, se antoja imprescindible. Y, precisamente, cuando uno de estos complementos, concretamente de lugar, es la cama, hablar (aparte de otros muchos verbos que me vienen a la cabeza) es fundamental.

Y no me refiero a esa conversación (más bien monólogo) consistente en elucubrar sobre la conveniencia o no de darle una nueva capa de pintura al techo de la habitación (sí, ya, por supuesto, a mí tampoco me ha pasado nunca, sólo es algo que se escucha por ahí), conversación terrible y lamentable, por otra parte, sino a hablar sobre lo que te gusta y lo que no.

Y no es necesario abrir un foro-debate-con charla-coloquio al final del mismo, en plan “pues a mí me gusta esto o lo de más allá”. No. Esas cosas van surgiendo y, a medida que van surgiendo (haciéndolas y recibiéndolas), deben ser tratadas.

Si, verbigracia, encuentras estremecedor que te chupen el lóbulo de la oreja, háblalo porque, aunque te parezca sorprendente, careces del don de la telepatía (es muy posible que tampoco puedas volar pero, por si acaso, no lo intentes… hoy la cosa va de desilusiones, qué le vamos a hacer) y, si permaneces callado, tu oreja se convertirá en un muslo de pollo progresiva e inexorablemente, mientras tú te retuerces de sufrimiento ante semejante tortura.

Así que, habla, está en tu mano o, mejor dicho, en tu boca pero, por favor, entiende que la cama no es el mejor lugar del mundo para guardar secretos. Para eso ya están las tumbas.

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